lunes, 22 de agosto de 2011

Capítulo I: El Orígen

En la soledad de las montañas, encerrado entre el bosque y la pendiente de una catarata, vivía desde siempre un pueblo solitario. Aislados como estaban en ese recóndito valle, nadie sabía de su existencia; y viviendo la dicha de la que vivían, no se molestabn en explorar. En la actualidad del valle, los que tenían la memoria más longeva, recordaban hasta la época de Bulas II, el XXXII Mayoral de Croetnia, y la leyenda decía que el primero, Musal, el fundador, había llevado al pueblo desde la oscuridad del bosque hasta ese balcón soleado desde donde contemplaban la plenitud. El fundador, siguiendo los arroyos que atravesaban el bosque, había encontrado la naciente del Triteo, “Padre” en su idioma, como nombraron al río que los condujo hasta el valle. Una vez establecidos, Musal, el fundador, ordenó la creación de un Concejo para administrar esa dicha: diez ilustres de Croetnia que garantizaran la felicidad de todos. El Concejo de Ancianos, cuyo Mayoral era la autoridad soberana de Croetnia, funcionaba desde entonces y hasta la actualidad. Diez señores, que a la muerte de uno elegían al sucesor sin convocar a la opinión del pueblo, determinaban la voluntad de Croetnia. Sesenta años atrás, Bulas II, el Mayoral que solo los muy viejos recordaban, había decidido ocultar el "cofre del origen".
Un día, mientras labraba la tierra, un campesino había desenterrado un cofre muy antiguo, con la madera podrida y las bisagras desvecijadas, que guardaba en su interior una serie de pergaminos. El hombre los tomó, acomodó la mirada a la corrosión de la tinta y leyó un párrafo difícil de comprender, pero que hablaba de una historia distinta de la del peregrinaje de Musal. Asombrado, decidió entregárselos en mano a Bulas II, pero a pesar de las recomendaciones severas del mayoral, el campesino no pudo contener la lengua. La noticia se desparramó en el pueblo como las hojas del otoño, y fue el propio Mayoral quién decidió frenar la estampida. Dijo que sí, que efectivamente se hablaba del pasado en esos pergaminos, pero que hasta que el Concejo no interpretara todas las palabras, difusas por la erosión del tiempo y los barbarismos del idioma, no serían divulgados. “Una vez que hallamos concluido 'La Historia de Croetnia', todos y cada uno de ustedes tendrán el derecho y la obligación de leerlo, pero hasta tanto, los pergaminos permanecerán en el Concejo”, fue lo que dijo. El labriego murió al poco tiempo y ya nadie que no fueran los concejales supo qué decían esas páginas, sin embargo, la deuda no se acalló nunca. La noción de que los croétnicos son los únicos habitantes del mundo, sostenida en la evidencia de los siglos, no alcanzaba, para algunos, como argumento de la “autogeneración” que trasmitía la memoria del Concejo. Musal los había conducido desde el bosque, pero nadie explicaba cómo habían llegado primero allí. El Concejo sostenía que esas preguntas no debían realizarse, que antes de Musal el pasado era una sombra negra y nada más.
Kalo había escuchado esa historia desde niño, pero en la confianza del hogar, su padre le había enseñado que podía no ser cierta. El Puente de la Confraternidad, que cruzaba de un lado al otro del río, estaba constriudo piedra sobre piedra, según enseñaba el Concejo, durante la época de Malhe, bisnieto de Musal, poco después de haber dejado de vivir como animales. Esa era parte de la leyenda que sostenía el concejo y que algunos, como el padre de Kalo, se permitían dudar. El niño que escuchaba con curiosidad las ideas de su padre, creció y se casó con Diba, una mujer inteligente y hermosa con la que tuvo dos hijos, Anton y Pendo, que ya eran jóvenes y empezaban a realizar su vida. Kalo, aunque fuerte y hábil con la lanza, ya peinaba canas y esperaba de la vida convertirse en abuelo. Había trabado amistad con Partok, un maestro jardinero conocido de su padre, que con la muerte del último Señor había ganado un lugar en el Concejo. Era famoso por su criadero de orquídeas, la flor nacional, que los croétnicos echaban al río durante la “Celebración Cero”, para que el año que se iba cayera por la cascada como un puñado de belleza. Esa fiesta, la más importante entre las croétnicas, se celebraba el último día del otoño y juntaba a toda la población en el Descampado, un inmenso círculo talado en el bosque desde donde, se suponía, Musal había visto por primera vez el valle. La noche de la Celebración Cero, en la que se despedía el año, todo estaba permitido. La gente se podía emborrachar, cantar y bailar hasta cualquier hora. Los ancianos hablaban desde lo alto de una tarima y eran vitoreados por cientos de hombres y mujeres con tazones de épox, la bebida ritual, destilada de la cebada y añejada en toneles dentro de los que flotaban orquídeas. La noche de la Celebración Cero bebían cantidades de épox, y entrada la madrugada, algunos concejales embriagados se permitían dictar clases de historia clandestinas. Antiguas formas, descubiertas en los pergaminos, de generar fuego o de construir refugios que nada decían del orígen del pueblo. Un exceso controlado que los vecinos escuchaban por respeto al disertante. Ese año, después que muchos se fueran a dormir, Partok reunió un grupo entre los que se encontraba Kalo, y a la luz del fogón les reveló una antigua fórmula para curar heridas de la piel. Algunos, con gentileza, le hicieron preguntas que respondió con generosidad, pero un niño que se había quedado despierto le preguntó si ya habían averiguado el "principio". La madre se ruborizó y le pidió perdón al miembro del Concejo, pero Partok, el jardinero, respiró profundo, se paró firme y dijo algo que cambiaría la historia para siempre: “Fuímos en un tiempo un pueblo nómade, de grandes cazadores, hasta el día que apremiados por el hambre y la desolación decidimos surcar los mares y el paraíso se abrió ante nuestros ojos”.